La semana en el muro
Aún no sé cómo, con la última luna, agitado en sudores, oí una voz en sueños: "Las cosas entre sí componen una canción, cuya letra nos habla de todo". Ausente, grabé l as palabras con un estilete en el yeso de la cabecera, orlado de grasa, porque temí que se perdieran, y caí en un sopor invencible.
Con las primeras luces me incorporé y recorrí los trazos con los dedos. Adiviné vagamente que ahí tenía el secreto no sólo de los que leen entrañas, sino también de los que contemplan nubes o juegan con las letras --así como de los que los persiguen--. Desleí tinta, corté una pluma nueva y copié la frase cuidadosamente, letra por letra, al dorso de unos poemas antiguos que me habían conducido hasta el sueño.
Compré una piel bien curtida y halagué a mi hermana para que la puliera con la áspera piedra pómez. Al cabo de cuatro días me la devolvió, suave y bien estirada. Esa misma noche (a la luz de una hilera de lamparillas que duplicaba un espejo) trasladé allí las palabras de mi sueño, sin que me temblara el pulso. Hice una inicial bellamente historiada y, tras alguna reflexión, trabajé también con guirnaldas y volutas la última palabra, porque pensé que lo merecía.
Al amanecer corrí al muro para fijar mi escrito. Caminé apresurado por las calles oscuras, y al llegar a la plaza me recibieron gritos: con el pelo revuelto y aliento a malos vinos, mascullando para sí y para la guardia próxima, un cojo recorría la pared, levantando un pergamino, tirando otro, sin encontrar jamás el suyo. "¿Cuál es tu sello, hombre?", le preguntaba, por ayudar, un soldado joven. Y él se empinaba, inestable, para mirar los nichos superiores, repitiendo: "Fue la última jornada", decía, "y volverá a ser mío".
Y allí, para todo el que quisiera leerla (como es justo), quedó mi ofrenda: desplegada entre unos versos acrósticos que desgranaban un nombre de mujer y el detenido plano de un asedio a la capital vecina. A la tarde, cumpliendo lo prescrito, instalé mi tienda delante del muro, a disposición de cuantos, ociosos o interesados, quisieran dirigirme la palabra.
Al quinto día, mientras explicaba a una bella dama cómo la armonía de su paso narraba, también, la historia de la Colocación de la Piedra, escuché unas voces destempladas que paralizaron mi lengua.
Un hombre fornido, con la túnica de los copromantes, avanzaba entre los puestos, golpeando a los más lentos con su fusta, derribando enseñas y banquetas, mientras gritaba:
-- ¿Dónde está? ¿Dónde se oculta el reptil que ha dejado su huella en el muro?
Aterrado (pues demasiado comprendí que hablaba de mí), pero dispuesto a todo, hice un ademán en respuesta.
-- ¿Eres tú --preguntó, mientras el polvo se posaba a su alrededor y los curiosos trazaban el círculo a una distancia respetuosa-- el que habla de músicas y de letras, de las cosas y del todo?
Asentí en silencio.
-- ¿No recuerdas lo que está escrito?: "No mencionarás la piedra delante del tuerto; no señalarás la arena en el desierto -- y agitó un tercer dedo violento ante mis ojos--; el aceite y el vino, ni tocarlos". Dilató las narices, que habían aspirado tantos olores repugnantes (en los que, sin embargo, leía como en un libro abierto), e insistió:
-- ¿No crees que has faltado a alguno de estos principios?
-- A los tres --comprendí, como en una revelación, esta vez a pleno sol--. He mentado lo que ofende; proclamado lo que todos saben, y quizás haya descubierto lo que los más ignoraban.
Las risas de los espectadores me rodearon en respuesta, no tanto porque hubieran penetrado en la discusión, como porque siempre complace a los necios la confusión del discreto.
-- Las palabras que cuelgan del muro --alegué-- vinieron a mi espíritu de noche, y apenas las había captado, cuando ya mis manos las escribían, ya corría a colgarlas --callé de súbito, porque un cambio en la polvorienta luz solar me evocó de pronto la doble hilera de lamparillas, la real y la reflejada, que me alumbró en la difícil operación de perfilar la capitular--. ¿Quieres que levante la tienda y quite el pergamino? Pero no es posible: aún no ha pasado el tiempo.
A lo lejos, un vendedor de nombres pregonaba su mercancía. "Compra uno, y cambia", me decía el deseo; "Compra uno, y cambia". Pero el copromante seguía mirándome, como aguardando.
-- O quedarme y defender lo que mi corazón ya, sin duda, rechaza --continué--, porque: ¿no es ése el mayor castigo?
Inconstantes, o frustrados en su deseo de nuevas diversiones, los espectadores se alejaban. El azote de mis actos, incapaz ahora de encontrar un remate digno para lo que tan animosamente había iniciado, dio media vuelta y fingió interesarse en la partida de dados de un corro próximo.
Me senté en la estera y recompuse el semblante: la dama había esperado, asombrosamente, a que todo terminara, y ahora exigía que continuara mi explicación. Su rostro sereno indicaba que nada de lo que había oído le invitaba a desistir.
Con el esfuerzo del que se salva a sí mismo de perecer ahogado asiéndose por los cabellos, recogí el hilo de mis palabras. Y le expliqué cómo la proporción de sus senos y el ondear de la sombra del toldo sobre ellos relataba sin duda muchas otras historias, que en lugar y ocasión más oportunos podría referirle.
"De aquí a dos días", meditaba, mientras mis labios resecos seguían formando las palabras, "nada más salir el sol, con el cabello revuelto y aliento a malos vinos, cogeré lo que es mío".