Gracias a la colaboración del autor, Variantes Digitales publica aquí la primera versión inédita del cuento que se desarrollaría posteriormente como La semana en el muro. José Antonio Millán la escribió hacia 1979/1980 con una Composer IBM, y le asignó el titulo provisional de El reino de un niño, por una cita final de Heráclito que luego desapareció en las versiones posteriores. Esta es la primera vez que esta versión del cuento aparece publicada.
"El reino de un niño" 1979-80
Aún no sé cómo, con la última luna vino a mi mente-y mis manos recogieron, sumisas-un pensamiento singular, que apenas reconocí como mío: "La relaciones entre las cosas componen una canción cuya letra nos habla de todo".
Adiviné vagamente que había descubierto el secreto no sólo de los que leen entrañas, sino también de los que contemplan nubes o juegan con las letras-así como de aquellos que los persiguen.
Orgulloso, corrí a fijar mi texto en el Muro de las Ideas. Y allí quedó, entre unos versos acrósticos que desgranaban un nombre de mujer y el relato imaginario de una expedición al Norte.
Muchos leyeron mi pensamiento y, al uso de los de mi tierra, instalé una tienda delante del Muro, a disposición de cuantos-ociosos o interesados-quisieran dirigirme la palabra.
Al quinto día, mientras explicaba a una bella dama cómo la armonía de su paso narraba la historia de la Colocación de la Piedra, escuché unas voces destempladas que paralizaron mi lengua.
Un hombre fornido, con el hábito de los copromantes, avanzaba entre los puestos, golpeando a los más lentos con su fusta, derribando banquetas y enseñas, mientras gritaba:
-Dónde está? ¿Dónde se oculta el reptil que ha dejado su huella en el Muro?
Aterrado (pues demasiado comprendí que hablaba de mí), pero dispuesto a todo, hice un ademán en respuesta.
-Eres tú -preguntó, mientras el polvo se posaba a su alrededor y los curiosos trazaban el círculo a una distancia respetuosa- el que habla de músicas y de letras, de cosas y de todo?
Asentí en silencio.
- ¿No recuerdas que está escrito: "No hablarás de lo que ofende, de lo que todos saben, de lo que los más ignoran?
Un mendigo de la turba que nos rodeaban levantó tres dedos, invocando -según creí- la vieja ley que exige un tercero en toda discusión; o, quizás, anunciando una triple ilustración de la cita (sólo más tarde recordé haber visto el meñique y pulgar mutilados, señal infame de los incestuosos). Habló así:
-No mencionarás la piedra delante del tuerto; no señalarás la arena el el desierto; el aceite y el vino, ni tocarlos.
Satisfecho, el copromante dilató las narices, habituadas a hedores sospechosos (en los que, no obstante, leía como un libro abierto), y preguntó:
- ¿Crees haber violado alguno de los principios?
Los tres -respondí-. Mis palabras herirán los sensibles, harán reir a los sabios y aturdirán a los ignorantes. ¿Qué puedo hacer?
Las risas de los espectadores me rodearon en respuesta, no tanto porque hubieron penetrado en la discusión, como porque siempre complace a los simples la confusión del discreto.
-Las palabras que cuelgan del Muro vinieron a mi espíritu de noche, y apenas mi mente las había captado, ya mis manos las escribían, ya mis pies corrían a exponerlas -alegué-. ¿Quieres que levante la tienda, que quite el pergamino, y que niegue hasta el recuerdo de su existencia?
En torno a nosotros casi no quedaba nadie. A lo lejos, un vendedor de nombres pregonaba su mercancía.
-¿Quieres, más bien -insistí-, que permanezca aquí siete días más, condenado a defender lo que mi corazón ya rechaza?
Mi interlocutor, con seguridad incómodo por lo abyecto de mi postura, fingía interesarse por la partida de dados de un corro próximo. A pesar del solo de mediodía sentí mi cuerpo helado y, todavía no sé por qué, recuerdo cómo me repetía una y otra vez estas palabras: "El tiempo es un niño que juega con guijarros. Es el reino de un niño".