"Una cabeza de rape", versión 4
Recurro a la carta, Tomás, después de infructuosos intentos telefónicos. Varias veces te llamé, sin éxito, a la oficina. Al cabo de no sé cuántas llamadas, al fin contestó una voz sibilante de señorita, con un tono de recepcionista de hotel, que me dio la extraña impresión de que no te conocía, y que no supo decirme cuándo pasarías por el despacho. No me explicó más. Esto fue el miércoles pasado, y hasta el domingo, en horas muy distintas, estuve llamándote a tu casa, sin que nadie se dignara alzar el auricular. Ayer lunes te llamé de nuevo al despacho, y la misma voz desinteresada, con un timbre metálico, o más bien robótico, no me aclaró nada sobre tu paradero. No sé qué pensar, no es propio de ti. Lo más probable es que estés de viaje, pero me sorprende esa absoluta incapacidad (¿o será estupidez?) de la señorita del teléfono. No quiero imaginar el efecto que causará a quienes llamen por motivos profesionales. En fin, si opto hoy por escribirte, si me empeño en algo tan poco usual entre nosotros, y tan anacrónico (viviendo ambos en la misma ciudad), es porque no encuentro otra fórmula mejor; también porque, para lo que tengo que decirte, hay algo irremediable o fatal que parece exigir la palabra escrita, y que se ha confirmado con la inutilidad de las llamadas de teléfono.
No puedo, y tal vez no debo, entrar directamente al asunto que justificará estas páginas. De momento sólo vislumbro aspectos controvertidos, algunos declaradamente fingidos o falsos, otros ambigüos, en todo caso difíciles de precisar, al menos para mí, que no tengo costumbre de escribir. Mi fuente de información es Ángela, una carta de Ángela cuyo contenido, aunque descifrable, deja un poso sin remover que concierne a mi persona de una manera abrumadoramente íntima. Comprenderás, por tanto, que me mueva con prudencia. Algo sabes de la desastrosa relación que mantuve, hace un año, con Ángela, y de la necia debilidad y del atolondramiento y la estupidez que me llevó a bordear la locura y a un paso de la autodestrucción total. Yo no soy ya aquel hombre, por fortuna, y el otro que ahora soy, emergido, por decirlo así, del cadáver que yo mismo había llegado a ser, es alguien decididamente opuesto al que fui, hasta el punto de que ni siquiera logro reconocerme en él, lo que sin duda es un punto negro de mi biografía que tendré que afrontar, dentro de lo posible, atenuando el remordimiento y la vergüenza que aún me provocan los recuerdos de aquella lamentable experiencia.
Durante este último año, después de la ruptura, Ángela ha sufrido también su propia metamorfosis, de cuya sucesión me ha hecho partícipe mediante una serie de cartas que reproducían los reproches más calamitosos que nunca había oído, y con tal ávido despliegue de iracundia que no podía menos de sentir que quería derribarme una gorgona, no una mujer. Aunque esto fue sólo en las primeras cartas. Después pasó a una impredecible estrategia que consistía, sobre todo, en mezclar expresiones afectuosas, a veces claramente gazmoñas, con otras de índole estrictamente belicosa, como si estuviera retándome a un duelo para lavar una afrenta que sólo así tenía consuelo en su corazón. Nunca contesté, si bien es verdad que no me faltaron ganas, y más de una vez inicié una réplica canalla y grosera que terminó en la papelera. Mi silencio la exasperaba, pero también la fortalecía, y así sus empecinados ataques se enriquecían con nuevas diatribas y con espasmódicas y renovadas fuerzas de aniquilación. Susceptible y muy porosa a las vejaciones, la imaginación de Ángela admitía así el concurso de cualquier cosa degradante, aunque fuera ajena a nosotros, pues el hecho en sí no importaba; su propósito de dañarme la llevaba a no distinguir entre lo realmente vivido y el arsenal de sufrimientos del que podía abastecerse leyendo simplemente los periódicos. Esto último requiere detenerse un poco. No quiero decir que, sin otro arbitrio que su indignación, Ángela usara las páginas de sucesos para endosarme a mí la responsabilidad de algún atraco, o la participación en alguna reyerta, o la inducción al asesinato de un padre de familia, o la violación y estrangulamiento de una joven prostituta. Los ejemplos, claro está, son alarmantes, pero no son del todo exagerados, pues Ángela se nutría de ese tipo de sucesos, como he oído que hacen algunos escritores, que también buscan inspiración en la lectura de periódicos. El procedimiento de Ángela consistía en mantener latente su sentimiento de nulidad y fracaso a través de las historias más o menos truculentas que no faltan nunca en los periódicos. Así se preservaba de cualquier influencia y se impedía a sí misma modificar su estado psicológico, que no era otro, como puedes imaginarte, que una atroz depresión. Se aferraba, por tanto, a una visión negra de la realidad, en cuyo centro yo era el demonio instigador que había ensombrecido el mundo, que ya nunca más volvería a ser habitable hasta que no se extinguiera la última huella de mí. Poco podía hacer yo frente a esa total requisitoria que me emplazaba como el gran culpable, con esas atribuciones causantes de todos los males, excepto mantenerme en el más absoluto silencio, sin mostrar indicios de estar vivo, sino más bien recluido, a la espera de que ella llevara a cabo la ejecución final, quiero decir, la ascensión al olvido último que nos liberara del azar que cruzó nuestras vidas. Más tarde o más temprano la disolución tenía que llegar. En contra de lo que se dice, el tiempo no es implacable, el tiempo es sólo tiempo, es sucesión, y cada nuevo día es un escenario inesperado que no siempre necesita de nuestra identidad para que tenga lugar la representación.
Con su última carta, Ángela parece haber abandonado su más cruda animosidad, aunque todavía conserva odios residuales, pero ha entrado en esa necesaria disolución, y probablemente se trate de una definitiva carta final.