"Una cabeza de rape", versión 2
Recurro a la carta, Tomás, después de infructuosos intentos telefónicos. Varias veces te llamé, sin éxito, a la oficina. Al cabo de no sé cuántas llamadas, al fin contestó una voz sibilante de señorita, con un tono de recepcionista de hotel, que me dio la extraña impresión de que no te conocía, y que no supo decirme cuándo pasarías por el despacho. No me explicó más. Esto fue el miércoles pasado, y hasta el domingo, en horas muy distintas, estuve llamándote a tu casa, sin que nadie se dignara alzar el auricular. Ayer lunes te llamé de nuevo al despacho, y la misma voz desinteresada, con un timbre metálico, o más bien robótico, no me aclaró nada sobre tu paradero. No sé qué pensar, no es propio de ti. Lo más probable es que estés de viaje, pero me sorprende esa absoluta incapacidad (¿o será estupidez?) de la señorita del teléfono. No quiero imaginar el efecto que causará a quienes llamen por motivos profesionales. En fin, si opto hoy por escribirte, si me empeño en algo tan poco usual entre nosotros, y tan anacrónico (viviendo ambos en la misma ciudad), es porque no encuentro otra fórmula mejor; también porque, para lo que tengo que decirte, hay algo irremediable o fatal que parece exigir la palabra escrita, y que se ha confirmado con la inutilidad de las llamadas de teléfono.
No puedo, y tal vez no debo, entrar directamente al asunto que justificará estas páginas. De momento sólo vislumbro aspectos controvertidos, algunos declaradamente fingidos o falsos, otros ambigüos, en todo caso difíciles de precisar, al menos para mí, que no tengo costumbre de escribir. Mi fuente de información es Ángela, una carta de Ángela cuyo contenido, aunque descifrable, deja un poso sin remover que concierne a mi persona de una manera abrumadoramente íntima. Comprenderás, por tanto, que me mueva con prudencia. Algo sabes de la desastrosa relación que mantuve, hace un año, con Ángela, y de la necia debilidad y del atolondramiento y la estupidez que me llevó a bordear la locura y a un paso de la autodestrucción total. Yo no soy ya aquel hombre, por fortuna, y el otro que ahora soy, emergido, por decirlo así, del cadáver que yo mismo había llegado a ser, es alguien decididamente opuesto al que fui, hasta el punto de que ni siquiera logro reconocerme en él, lo que sin duda es un punto negro de mi biografía que tendré que afrontar, dentro de lo posible, atenuando el remordimiento y la vergüenza que aún me provocan los recuerdos de esa lamentable experiencia.
Durante este último año, después de la ruptura, Ángela ha sufrido también su propia metamorfosis, de cuya sucesión me ha hecho partícipe mediante una serie de cartas que reproducían los reproches más calamitosos que nunca había oído, y con tal ávido despliegue de iracundia que no podía menos de sentir que quería derribarme una gorgona, no una mujer. Aunque esto fue sólo en las primeras cartas. Después pasó a una impredecible estrategia que consistía, sobre todo, en mezclar expresiones afectuosas, a veces claramente gazmoñas, con otras de índole estrictamente belicosa, como si estuviera retándome a un duelo para lavar una afrenta que sólo así tendría consuelo en su corazón. Nunca contesté, si bien es es verdad que no me faltaron ganas, y más de una vez inicié una réplica canalla y grosera que terminó en la papelera.