"Leer para despertar", El País: Babelia, 26 de junio de 1993
Mi momento preferido del Orlando furioso, el disparatado y mágico poema de Ariosto, es el combate singular entre el hechicero Atlante y Bradamante, la intrépida amazona. Atlante es un nigromante poderosísimo, que ha liquidado hasta la fecha a todos los audaces que han intentado enfrentarse con él; Bradamante no le teme porque es una mujer, por decirlo así, de pelo en pecho. La batalla entre ambos va a ser desaforada y además aérea, porque ambos cabalgan sobre corceles voladores. Cuando se aproximan, Bradamante constata con asombro que su adversario no lleva arma alguna en las manos; sólo empuña un libro. Pero pronto comprueba que no está indefenso, porque el libro es mágico y cada golpe, cada estocada o mazazo que Atlante lee en sus páginas lo recibe inmediatamente ella, que apenas puede guarecerse de tan desconcertante ataque. El final del episodio honra más al hechicero que a la amazona: Bradamante se deja caer a tierra como si estuviese herida y Atlante, brujo pero caballero al fin y al cabo, acude junto a ella para reanimarla. La señorita se reanima sola, le despoja con presteza del libro y le sujeta con sus brazos forzudos: comprueba entonces que Atlante no es más que un anciano casi inválido, que parpadea nerviosamente ante la ferocidad de la bella.
Dejemos ahora a Ariosto y sus personajes en el dichoso limbo donde desde hace siglos habitan. Lo que me importa es ese libro mágico, superior a todas las armas porque las reemplaza y las inutiliza. Se trata de una lectura quizá demasiado bélica para nuestros gustos, pero conviene recordar que fue la amazona la que agredió al discreto mago y no al revés. Simpatizo con Atlante, qué quieren que les diga. Pero, sea como fuere, lo importante es ese libro hechizado que ataca y defiende. Yo soy de los que creen que todo libro es, a su modo, mágico; además, considero que en el ya antiguo rito de la lectura siempre hay algo de conjuro y brujería. Y también estoy seguro de la victoria a largo plazo de los libros sobre cualquier otro tipo de armas, porque allí se encierran los materiales más explosivos que el hombre puede fabricar. Explosivos para destruir ciudades o para hacer túneles que nos lleven a la luz. En todo caso, un poder terrible. Tenía razón Carlyle cuando respondió a la dama altanera que tomaba como vacua palabrería las obras de Voltaire, Rousseau y demás enciclopedistas: "¿Ve usted esos libros, señora mía? Pues la segunda edición de cada uno de ellos se encuadernó con la piel de los que se habían burlado de la primera."
Tal es la fuerza alarmante pero también tónica de los libros, cuya impronta caracteriza la tradición cultural de la que nos nutrimos. Libros son la Biblia y el Corán, el Código de Justiniano y la Enciclopedia de Diderot, los íntimos Ensayos de Montaigne y la gran denuncia colectivista de El Capital. Falsearíamos la realidad diciendo tan sólo que los libros son el más destacado de nuestros productos civilizados, pues resulta ya más justo señalar que nosotros, los que hoy nos tenemos por civilizados, somos ante todo el producto de muchos libros.
Insisto en que los libros son, y necesariamente han de ser, muchos porque el acto de leer, como el acto sexual, puede ser efectuado en busca de muy diversas recompensas subjetivas, pero en sí mismo tiene como objetivo natural la reproducción de su especie. Admirar una catedral gótica o una estatua griega no impone ni a los más exaltados la tarea de acometer una obra semejante, pero la comprensión a fondo de cualquier gran libro parece suscitar que lo prolonguemos o refutemos en otro comentario escrito. Uno puede incorporarse al mundo de la pintura o de la escultura con deleite y conocimiento sin necesidad de sentirse pintor ni escultor, pero nadie puede entrar en el universo literario sin sentirse -aunque sea mínimamente, aunque sólo sea como posibilidad no frustrada- escritor. ¿No está hoy de moda lo interactivo? Pues leer y escribir son los dos polos necesarios de la más interactiva de las artes humanas.
Pero lo que ahora oímos repetir hasta el hartazgo, sin embargo, es que vivimos en la era de la imagen y que la palabra escrita es actualmente cosa subordinada. Nos hemos mudado de la galaxia Gutemberg a la galaxia Lumiére. En el medioevo se decía que la filosofía no había de ser sino ancilla theologiae, la criada de la teología, y hoy se repite con alborozo o con impotente resignación que la literatura ya no puede ser más que criada de las artes de la imagen. El credo de esta nueva fe, tan oscurantista como la medieval y tan propensa a fabulaciones y milagrerías como la otra, se condensa en este dogma: "Una imagen vale más que mil palabras". Nada más falso. Cualquier palabra, incluso de las más humildes, vale más que mil imágenes porque puede suscitarlas todas; en cambio, una imagen sin palabras, para quienes no somos dados al alelamiento místico, es puro decorado o truco ilusionista del que se escamotea lo esencial para la apropiación crítica. Las palabras ganan sin duda mucho con el complemento de las imágenes, pero las imágenes sin las palabras lo pierden todo.
Este endiosamiento de las imágenes en detrimento de las palabras tiene especial importancia en el campo del periodismo. Es bueno recordar que periódicos y revistas, con todos los rasgos específicos que se les debe reconocer, pertenecen más al gremio de los libros que al de cualquier otro tipo de expresión o información. Este tipo de periodismo es sin duda -y no debe nunca dejar de ser- un género literario, lo cual no quiere decir que pertenezca al área de la ficción, sino a esa otra ya mencionada de la interacción entre escribir y leer. Es preciso tener muy claro que leer un periódico no es una forma como cualquier otra de enterarse de una noticia, sino un modo de relación específica con la actualidad y con la reflexión que la actualidad puede suscitar. Quienes consideran que la prensa es simplemente una fase de la información en la modernidad, pero una fase ya algo caduca, ventajosamente sustituida por el imperio de la comunicación catódica, están equivocados de una forma sutil aunque radical. Quizá tengan razón respecto a cuál es la tendencia que los tiempos confirman, pero, desde luego, yerran en considerar que tal tendencia supone progreso alguno en la documentación cabal de los ciudadanos y el empeño por emanciparles de prejuicios o manipuladores embelecos. Intentemos ver por qué.
Para simplificar, manejaremos solamente la contraposición entre televisión y prensa. Ambas formas de información tratan sin duda sobre la misma realidad, pero la realidad ya no es la misma después de pasar por el filtro selector de cada uno de esos medios. Y es que leer no es lo mismo que ver imágenes: el primer ejercicio impone un proceso de abstracción a las emociones, un preservativo forzoso de reflexión, por tenue que sea, ante la conmoción vertiginosa de los sucesos. No consiste la diferencia en que la prensa sea más intelectual que la televisión (evidentemente, hay programas de televisión de mayor contenido reflexivo que muchos periódicos), sino en que el hecho mismo de leer es más intelectual que el de contemplar una sucesión de imágenes, por bien seleccionadas que estén. Por decirlo de otro modo: no es que la televisión sea per se más sensacionalista que los periódicos, sino que las imágenes son en sí mismas más sensacionales que las palabras. Hasta en el peor de los casos, leer es ya una forma de pensar, mientras que las imágenes por sí solas se limitan tumultuosamente a estimular maneras de sentir o padecer. Por decirlo con las palabras de Giovanni Sartori, que ha estudiado con agudeza estos temas, "el hombre que lee, el hombre de la galaxia Gutemberg, está constreñido a ser un animal mental; el hombre que mira y nada más es únicamente un animal ocular" ("Videopoder", en
La información basada prioritariamente en imágenes presenta tres deficiencias básicas respecto a la transmitida ante todo por palabras impresas:
- En primer lugar, las imágenes son mucho más aptas para comunicar acciones o desbordamientos pasionales que razonamientos. Desde el ángulo estrictamente visual, lo que resulta en verdad espectacular son siempre los movimientos de ataque (sean naturales como un terremoto, sociales como un atentado o una manifestación, individuales como un horrendo crimen), pero nunca lo que defiende o establece. De ahí la viveza que cobra en televisión lo caótico o aniquilador, mientras que las legitimaciones del orden se reducen a machacones lemas retóricos, sin explicaciones ni matices críticos.
- En segundo lugar, los problemas se reducen fácilmente a imágenes de impacto, pero las imágenes se resisten a convertirse de nuevo en problemas inteligibles. Queda claro el trastorno, pero no sus causas, sobre todo si son antiguas o complejas, ni las soluciones que pueden encauzarlo. La imagen es inigualable para conmover, pero deficitaria y aun francamente inepta cuando se trata de sopesar y decidir.
- En tercer lugar, el estilo televisual tiende a comprimir cada vez más la información en unas pocas visiones, combinadas a menudo según una retórica sofisticada en sus medios, pero elemental en sus contrastes. Como las imágenes son más expresivas que las palabras (no porque expresen más, sino porque expresan menos pero mucho más vívidamente y antes), el tiempo dedicado a cada noticia se va haciendo progresivamente más breve. En media hora se pasa revista vertiginosa a muchos sucesos, literalmente vistos y no vistos, y el espectador guarda en su retina escenas de todo sin haber necesitado entender nada de nada. Esta velocidad contagia también a la lectura de los periódicos, que deja de ser lectura y se transforma en simple ojeada, pasando vertiginosamente por encima de los titulares para remansarse sólo durante breves segundos en las fotografías, en los anuncios y en los cómics. El periódico se reduce así a simple hecho visual, como las telecrónicas, en lugar de ser ante todo un fenómeno intelectual, aunque de carácter tan transitorio y episódico como la actualidad misma.
Por descontado que estas objeciones no pretenden en modo alguno minusvalorar la importancia o la dignidad de los medios visuales como fuentes de información. Son una de las riquezas indiscutibles de nuestro siglo y, manejadas por mentes rectas con manos hábiles, pueden ser instrumento decisivo de conocimiento y por tanto de emancipación humana. Pero no creo que puedan hacer superfluo el periodismo escrito, cuya misión es complementaria pero aún insustituible. Si algún día llegan a desplazarlo del todo, sea por extinción de los periódicos o porque lleguen a verse convertidos en simple soportes de la programación televisual adornada con píldoras de última hora administradas en pocas líneas, es importante tener claro que se habrá dado un paso decisivo hacia el siempre amenazador embrutecimiento gregario.
Nuestro siglo ha conocido diversas modas antiintelectuales cada cual con un mensaje más deplorable que el anterior y a menudo con resultados históricos sumamente trágicos. Elogios de lo mítico y de lo indescifrable frente a las sosas llanezas del racionalismo, exaltación del furor carismático cuyo ímpetu pisotea los convencionalismos legales, vindicación del gusto popular (sobre todo juvenil) que nunca yerra frente a los exangües rebuscamientos de la élite cultural. Etcétera… Por tales caminos se ha llegado, en el mejor de los casos, al auge de astrólogos y orientalistas de guardarropía; en el peor, a los horrores de la limpieza étnica y a la vesania integrista. Una de estas modas maléficas (si hubo hadas maléficas, ¿por qué no vamos a tener ahora modas maléficas?) desdeña la palabra, sobre todo si está impresa, en beneficio de otras formas de comunicación más subyugadoras: la expresividad no verbal, los gozos y las sombras del cuerpo a cuerpo, la íntima comunión con la gran basca en el concierto de rock, la catarata visual y rítmica del videoclip... De lo que se trata es de sentir, fuerte, pronto y alto, hasta perder finalmente el sentido.
Formas subyugadoras, ya lo he dicho: formas por tanto que nos someten a su yugo con el pretexto de aliviarnos de otros más rutinarios. La lectura sigue pidiendo la medicina opuesta a este proceso torrencial: silencio, recato, aislamiento (aunque sea en un atiborrado vagón de metro) y raciocinio. Porque escribir-leer, esa interacción antigua, no es otro modo de expresar lo que nos pasa y de enterarnos de lo que pasa, sino el propósito de civilizar lo que nos pasa y lo que pasa, distanciando para comprender mejor. El periodismo escrito, la prensa, también responde a este empeño, a su modo urgente, pero que nunca debe renunciar a la inteligencia amena del remanso y la suspensión del juicio. Leer un periódico, incluso el peor de los periódicos, es dar el primer paso para escapar de lo que hipnotiza y atonta, gracias al más antiguo ejercicio que distingue entre cultura y barbarie.
Se dice que ya no hay tiempo para leer: todas las crónicas, todos los artículos, se han vuelto largos. Desde el alto mando comercial no llega más que un triple imperativo: abreviar, condensar, resumir. Pero es que, si bien se mira, para todo lo importante y humano, para cuanto no es mera obediencia, nunca hay tiempo: a contratiempo enprendemos cuanto cuenta, sea el amor o el arte, la lectura o la meditación. Y si la palabra educación quiere seguir siendo digna de su alto sentido, debiéramos desde un principio ser preparados para tales contratiempos. Comencé hablando de un libro bélico, que reemplazaba ventajosamente la fuerza de las armas. Quizá haya sido ése de Ariosto el único libro que "ayuda a vencer", según el pugnaz lema con el que hace muchos años quiso promocionarse la lectura en España. Pero prefiero concluir con una evocación no menos utópica, aunque más pacífica y, sobre todo, antimilitarista. En una bella conferencia –dulce, pero sabiamente anacrónica- en elogio de la lectura, propuso el siglo pasado John Ruskin sustituir el servicio militar obligatorio por una especie de servicio lector cuya oportunidad sigue pareciéndome hoy patente y a la vez desesperadamente remota. Dice Ruskin: "¡Pensad qué cosa tan sorprendente sería, dado el presente estado de la sabiduría pública! ¡Que adiestrásemos a nuestros campesinos en el ejercicio del libro en lugar de en el de la bayoneta! ¡Que reclutásemos, instruyésemos, mantuviésemos dándoles un sueldo, bajo un alto mando capaz, ejércitos de pensadores en lugar de ejércitos de asesinos! Dar su diversión a la nación en las salas de lectura, del mismo modo que hoy en los campos de tiro, conceder premios por haber acertado con precisión una idea como ahora se premia al que pone la bala en el blanco. ¡Qué idea tan absurda parece, si alguien tiene el coraje de expresarla, que la fortuna de los capitalistas de las naciones civilizadas deba un día venir en ayuda de la literatura y no de la guerra!". Me temo que la perspectiva soñada por Ruskin sigue siendo sólo eso, un sueño. Y sin embargo, éste sería el único servicio obligatorio pero nada militar contra el que quienes escribimos en la prensa no tendríamos derecho a invocar ninguna objeción de conciencia.